Mucho antes que los climatizadores silentes y los aires acondicionados sin olor ni sabor, fue el abanico. La ingeniería primitiva copió el despliegue colorista del pavo real, estudió el movimiento siseante de las palmeras batidas por el viento, ensayó desquiciados prototipos y acabó entregando a la Humanidad un instrumento sencillamente perfecto.

Como suele ocurrir en estos casos, las mentes abyectas se pusieron de inmediato a buscar inesperadas aplicaciones para aquel objeto inocente: especie ornamental, burladero de pecados, clave de cierto alfabeto confidencial, símbolo de poder dinástico, arma secreta, atributo mágico y, al fin, soporte artístico.

No fue tan frívolo el camino que condujo a Tony Carbonell a ilustrar abanicos. Digamos que, como creador integral que es, su arte tiene la cualidad de trepar a cualquier espacio, ya sea la nada virginal de un lienzo o la fachada limpia de un edificio. Émulo digno de algunos dioses, a su pulso matancero parece urgirle la necesidad de fabricar formas y tonalidades por todas partes. Y tal vez fuera por esa impotencia de no poder pintar el aire mismo, que comenzó a colorear su símbolo tangible: el simple, doméstico, veterano abanico.

En las piezas que el cubano exhibe ahora, se da en todo caso un doble juego encantador: tan pronto son las siluetas las que se ajustan al mecanismo de estos airefactos, que es el propio abanico el que muestra un perfil mutante según la imagen que contenga: escenas feriales, improntas barrocas, aromas de Al-Andalus o detalles urbanos, son sólo algunas de sus propuestas. Airearse con ellas equivale a regalarse, frente a cualquier inclemencia estival, vivificadores soplos de arte fresco.


Alejandro Luque

AIREFACTOS. Exposición de abanicos de Tony Carbonell.
Baluarte de La Candelaria, Cádiz, España 2000