Aire, aire. Nada
más liviano, nada más necesario. Eternamente suspendido sobre
nosotros, es al aire donde van a parar los suspiros, las risas y los lamentos
sordos. Las palabras del hombre, sus movimientos y sus gestos, se esconden
en su transparencia, se pierden en él desde que el mundo es mundo.
Ese susurro imperceptible y místico suele recobrar la vida en las
maderas de un abanico, que actúa al recibirlo como un bálsamo
purificador. El abanico se mueve, y al moverse descifra las claves del destino, despliega su lenguaje secreto y convierte el aire en brisa, en un soplo apaciguador que purifica y bendice los espíritus sofocados. La existencia del abanico se antoja casi tan antigua como la existencia del aire mismo. Sería, en principio, una hoja de aquellos árboles inmensos que se han perdido en los calendarios de la evolución. Porque los abanicos evolucionan, como evoluciona todo. Tony Carbonell, artista llegado desde los aires caribes, convierte ahora al abanico en un soporte artístico dominado por el color y el calor, por las reminiscencias de dos orillas lejanas pero cercanas en el sentir. Son sus abanicos una muestra de sincretismo cultural, en los que se puede
encontrar igual una mulata de sugerentes contoneos como el drama de una
obra de Shakespeare o Lorca, lacerías mozárabes y temáticas
afrocubanas, ángeles pensativos y orishas protectores, elementos
fantásticos y toques clásicos. Los aires que insufla Tony
Carbonell a sus abanicos hablan de amor y de pasión, se convierten
en puñales o iluminan rincones, adoptan las formas elegantes del
pavo real y las de las vidrieras dieciochescas, se disfrazan para una
comedia y se hacen sombríos cuando rozan la tragedia. |